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miércoles, 23 de noviembre de 2011

Adolescencia devorada


  La sincronicidad en los ecos que mis pensamientos encuentran en las voces que se expresan en la prensa escrita sigue siendo fuente de inspiración. Ojeaba en el fin de semana el libro de Laura Gutman, "La familia ilustrada", y pensaba que voces como la de esta mujer, que tanto me nutrieron durante los primeros arduos años de la crianza de mis hijos, ya no me acompañan de igual modo ahora que se están haciendo grandes. No la culpo, tal vez la adolescencia no sea parte de lo que se encasilla bajo el rótulo de "crianza". Gutman conoce como nadie los misterios del puerperio materno, y echó luz, apoyándose en Carl Jung, en el esclarecimiento que necesité en aquel momento de profunda crisis vital para mi entendimiento de lo que ella brillante y detalladamente explica como "el encuentro con la propia sombra".

  Sin embargo, al leer lo que le dedica a la etapa de crianza en la adolescencia, no me siento contenida. Escasos párrafos se le dedican a este período en el que creo que los padres debemos seguir acompañando a nuestros hijos, aunque ya no con pura fusión física, upa, teta y colecho, claro.  Parece que cuando nuestros hijos crecen y dejan de ser bebés, ya todo depende de lo que les hemos dado o negado en esa etapa idílica que tantos padres parecen querer eternizar.  Es claro que a pesar de los berrinches, la imposibilidad de razonar y dialogar con un niño pequeño, así como todos los demandantes cuidados en los que dependen de nosotros, relacionarse con ellos tiene la gran ventaja de que nos adoran incondicionalmente. Devenidos adolescentes, la relación necesariamente se torna más ríspida, empiezan las contestaciones, los planteamientos, las críticas y la desendiosamiento de esa figura que nos tenía bien alto, en un pedestal, y nos hacía vernos perfectos al mirarnos al espejo. El hijo que comienza a darse cuenta de que somos humanos, de que estamos llenos de defectos que a veces no podemos disimular ni limar, ese hijo no se hace tan fácilmente adorable: es un desafío amar a este hijo que se extraña de sí mismo y de nosotros, y nos hace extrañar a aquel niño que hasta hace muy poco le bastaba con ir de nuestra mano a la plaza o al cine a ver el último estreno de Disney o Pixar para tocar el cielo con las manos.



 De todas formas, como padres que han criado con compromiso y apego a ese ser devenido adolescente, cada vez más prematuramente y por imposición social antes que por madurez propia, uno sigue haciendo upa y dando teta de sutiles y diversas maneras a ese ser en desarrollo y con una profunda y genuina necesidad de mirada, quien además es capaz de herirnos con palabras y gestos que jamás sospechábamos podrían venir de él.  He ahí el mayor desafío de la crianza y del ser padres: amar incondicionalmente a nuestros hijos en su verdadera naturaleza, que comienza a moldearse en esta etapa crítica. Y seguir intentando acompañarlos en ese despertar a su propia identidad y al mundo del afuera sin ahogarlos ni reprimir sus impulsos conquistadores, pero guiándolos para que no naufraguen en semejante empresa. 


 Proteger y cuidar a un hijo adolescente no es sobreprotección, aunque a veces se nos acusa de ello. Esto es lo natural, esperable y deseable. Los mamíferos superiores empujan a sus cachorros cuando todavía logran nada más que un andar tambaleante, del mismo modo en que los amamantan a libre demanda un poco antes de eso. Y por más que vistan ropas caras y de marca, anden cargados de toda la tecnología de moda, pretendan vivir en la supuesta diversión que les ofrece la nocturnidad, beban alcohol para demostrar su valía, usen tachas y piercings y se tatúen la piel, estos chicos no son más que esos cachorros tambaleantes asomando el hocico a una jungla llena de predadores al acecho. Estos hijos, que comienzan a andar el camino de la metamorfosis hacia una adultez que cada vez se impone más lejana, necesitan de nuestra mirada y nuestro acompañamiento, porque el afuera los devora, literal y metafóricamente hablando.

 Sergio Sinay publica ayer un impecable artículo al respecto en La Nación titulado "La sociedad que devora a sus hijos". Sinay acusa con absoluta sensatez y razón, como nos tiene acostumbrados:

"El cuidado de los chicos y los jóvenes es una cuestión moral. Para cualquier grupo humano, desde una familia hasta un país en su conjunto, la valoración y el cuidado de ellos está vinculado a la continuidad de su historia, a la trasmisión y honra de los valores de la vida y a la trascendencia."

 Moral, familia, país, valores, historia, honra, vida, trascendencia: fundamentos que han sido relativizados y desdeñados, pisoteados y pseudo-superados por la posmodernidad. Y quienes pagan el pato son nuestros jóvenes, al ser descuidados y privados de mirada por padres que prefieren pensar que el trabajo ya está hecho, que basta con darles lo que piden de esta sociedad consumista donde ser es tener, y los dejan a merced de quienes hacen de ellos el target de una alarmantemente lucrativa industria, jugando lastimosamente como grandes no adultos "al gran Bonete", como Sinay ilustra. Es también lo que se espera de los padres de esta generación de jovenzuelos: que sean amigotes y compinches de sus hijos, que trancen con lo que se impone en aras de una libertad que estos chicos se beben de un trago para dejar la vida en un accidente automovilístico en el asfalto algún sábado a la noche, o en la guardia de un hospital por un coma alcohólico. Lo leemos en el diario, lo vemos en la noticias, lo constatamos en la calle, le pasa a alguien conocido o cercano, pero todo sigue igual. Nos encargamos de lamentarnos cuando ya es demasiado tarde para lágrimas, de hablar unos días del tema, de ver a quién se puede usar como chivo expiatorio, si es la sociedad que no les da proyectos, que les impide soñar, si son los padres, los docentes o los gobernantes de turno. Pero la sociedad la hacemos todos y cada uno de nosotros: somos nosotros.

"Todos culpan a todos. (...) Responsabilidad cero. Mientras tanto se siguen perdiendo vidas breves y futuros largos. (...) La sociedad argentina (una parte significativa de ella, que incluye represantantes de todas las actividades y clases sociales) malogra serialmente la vida de sus hijos. Cuando algo ocurre una vez es un hecho. Cuando sucede nuevamente es una casualidad. Si se repite como hábito es una coincidencia significativa, según las llamaba Carl Jung. Las coincidencias significativas no obedecen al azar ni a la mala suerte. Tienen significados y correlaciones concretos y profundos."

 Debido a la coincidencia significativa y a sus profundas y concretas correlaciones, asumo la responsabilidad de reflexionar sobre el tema. Sinay nos convoca a pensar, a preguntarnos seriamente qué nos sucede a nosotros como adultos protagonistas de esta realidad, qué hace que nuestra mirada no se detenga ante este fenómeno que observamos y aceptamos resignados, encogiéndonos de hombros porque: "Ahora las cosas son así. Los chicos son así." Padres que permiten que sus hijos hagan el preboliche en sus propias casas, es decir, se alcoholicen bajo su propio techo con la bebida que ellos mismos les suministran, para que no tengan que ir a hacerlo a un bar o un pub, y así llegar al boliche totalmente borrachos a las tres de la mañana, hora en que comienza "la diversión". ¿Hasta cuándo vamos a seguir haciendo como que esto es normal? ¿Cuántas vidas más deberán ser devoradas para llenar los bolsillos de las industrias que se alimentan de este escarnio  malogrando lo mejor nuestro? ¿Será tan alto el precio que se pague por decir simple y rotundamente que no a tanto desborde malsano y sin sentido? ¿Será tan fastidioso hacernos verdaderamente adultos, dejar de hacernos los pendejos, y ejercer el rol que nos compete como padres y modelos de roles para esta juventud desorientada de futuro incierto y pronóstico reservado?  

  Habrá que descender a los abismos de nuestras propias miserias y por fin enfrentarnos con nuestras propias sombras...


"No son el precio del dólar, las tramoyas internas de un poder político ensoberbecido y narcisista, las patéticas piruetas de una oposición sin brújula y sin propósito, la desorientación patológica del técnico de la selección de fútbol y sus jugadores o el último juguete tecnológico (...) los que determinarán y mostrarán el sentido y el futuro de esta sociedad y de la vida de sus integrantes."


  Como decía Carl Gustav Jung, una honda coincidencia significativa vital:

"El único propósito de la vida humana es encender una luz en las tinieblas del mero existir." 



"Tu visión se voleverá clara sólo cuando mires dentro de tu corazón.
Quien mira afuera, sueña. Quien mira adentro, despierta...."
 
A boca de jarro.

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