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miércoles, 26 de diciembre de 2012

El paso del tiempo




"El alma nace vieja pero se hace joven. Esa es la comedia de la vida.
          Y el cuerpo nace joven pero se hace viejo. Esa es la tragedia de la vida."
                                                                                                                                 
                                                                                                                             Oscar Wilde
  Mucha buena literatura fue escrita sobre el paso del tiempo y este año el efecto del tiempo fue un gran tema en mi vida. Me cayó la ficha por varios sucesos de que pasó y arrasó el viejo tiempo sobre mí. Y no termino de amigarme con lo que este verdugo hace conmigo. Se me vinieron a la memoria maravillosas letras que leí de joven y me dí cuenta de que ya no lo soy y de que recién ahora, gracias a eso precisamente, ironías de la vida, las entiendo cabalmente.

  Oscar Wilde es uno de los exponentes anglo de las letras que tuvo una relación tormentosa con el paso del tiempo y sus huellas sobre lo que para él era lo único que no necesita explicación: la belleza. No es el único. Otro grande que dejó plasmada su obsesión con los estragos que causa el avance de las agujas del reloj para detenerlo como pocos con sus atemporales letras es William Shakespeare, y tal vez la mejor parte de su obra para sumergirse en esa particular obsesión que lo vincula con Wilde sean sus Sonetos, aquellos justamente dedicados al tema de la juventud, la belleza y la importancia de dejar descendencia para hacer posible de algún modo el sueño de la eterna juventud, a diferencia de los versos que le dedicara a una misteriosa dama de tez morena, The Dark Lady, y los otros, los que más han dado que hablar, que escribió para un joven que arrasaba con su pasión, The Young Man, sobre cuya identidad varios nombres han sido barajados especulando en base a la controvertida dedicatoria:

"Para el único inspirador de los siguientes sonetos, el Sr. W.H. ..."

  Hasta el propio Wilde se dedicó a escribir un cuento, "The Portrait of Mr. W. H.", en el que apunta a una serie de juegos de palabras típicos del estilo Shakesperiano que podrían sugerir que los sonetos están escritos para un joven actor llamado William Hughes; sin embargo, el cuento de Wilde reconoce que no hay evidencias de la existencia de tal persona y al cabo que ni importa. En el caso de Wilde, los nombres de hombres prominentes asociados con él lo hundieron al más amargo de los abismos frente a la sociedad hipócritamente moralista de la que se alimentó su ingeniosa ironía y su filoso cinismo al punto de llevarlo a la cárcel. Dos grandes exponentes de las letras en inglés unidos por su rebeldía en cuestiones morales, por su profundo conocimiento de la naturaleza humana y por esta veneración por la belleza física de la juventud y la honda desesperación ante lo que el tiempo hace al arrasar con ella, a pesar de que ninguno de los dos se destacó por su belleza física. A Shakespeare se le atribuye su sociabilidad, su bonhomía y reputación juerguista, así como un oído privilegiado para rimar y jugar con las palabras, mientras que de Wilde se impone su esteticismo, su estampa de dandy, su esmero en un pulido estilo al vestir y su febril genialidad verbal, especialmente en la interacción social: un gran conversador o diletante.


 Pero no quisiera dedicarle más tiempo a mi admiración por estos grandes y perder el rumbo de lo que hizo que me embarcara en esta reflexión. Cuando leí El Retrato de Dorian Gray tenía ya treinta años. Y sin embargo no logré comprender el horror ante los cambios que acarrea el paso del tiempo en el bello rostro de este joven aristocrático a quien un hombre mayor, Lord Henry Wotton, el personaje autobiográfico por excelencia en la obra de Wilde, convence de la necesidad de perpetuar esa belleza efímera eternizándola en un retrato que, a modo de Pacto Faustiano, se lleva el alma y la mortalidad del ser que termina detestando la monstruosidad de lo antinatural de su impensado deseo.

  Era diez años más joven aún cuando me enamoré de los sonetos Shakesperianos venciendo la barrera de la enorme dificultad que implica decodificarlos en inglés de la mano de una buena maestra. A pesar de derribar el obstáculo lingüístico, estuve lejos de comprender entonces al Bardo en su obstinación por personificar al Tiempo y calificarlo de enemigo con quien estamos en perpetua guerra, un malvado y devorador tirano, "Devouring Time", siempre asociado con la infertilidad gris del invierno, con la decrepitud y el robo del exuberante esplendor y la belleza del verano de la juventud que amaba así como odiaba a la Muerte y su escalofriante e implacable guadaña. No preveía, no entendía tanta insistencia, no la creía: 

                                         "....toda belleza declina de su estado,
                                           por causas naturales o causas imprevistas..."


                                                                          William Shakespeare, Soneto 18.


    No hay caso. No se aprende acerca de la vida de la literatura. Es la vida hoy la que me enseña que todo eso que leí tiene sentido, y siento la necesidad de releer porque el efecto del paso del tiempo hace extraño lo que descubro hasta en el reflejo de mi propia sombra. No pensaba entonces que el espejo se convertiría a veces en un temido objeto, ni comprendía el por qué de la actitud de la propia madre de Wilde, fuente de inspiración para la obra, tan atormentada por su ancianidad que en ocasiones se rehusaba a correr las cortinas para dejar que la luz del sol iluminara su rostro por la mañana.

  Pensaba entonces cuando no había en mí huellas tan claras del paso del tiempo y de las demandas de la vida adulta que tomaría mi propio proceso de envejecimiento con más naturalidad. Pero debo admitir que este año que está por concluir marca una fuerte conciencia que se despertó y que estaba dormida, latente pero asintomática, de que mi juventud me abandonó. Y me da tristeza. Observo mucho a mujeres jóvenes y noto hasta con cierta envidia, para qué negarlo, las diferencias: 
  
                                                " ¿A un día de verano compararte?
                                                  Tú eres más bella y más templada..."


                                                                  William Shakespeare,  Soneto 18.

   La lozanía de la piel, la abundancia y el esplendor de sus cabellos, la frescura de la mirada y sobre todo esa despreocupación y desparpajo de poseer lo que otras hemos tenido, perdemos y viviremos añorando. A tal punto que ahora, cuando alguno de esos piropos que los porteños maduros suelen proferir graciosamente viene en mi dirección, miro alrededor para cerciorarme de que todavía es para mí antes de agradecerlo de corazón. Hasta hace no mucho, fruncía el seño y me parecía pura lujuria barata. Entonces entiendo a Wilde cuando decía que "Experiencia es simplemente el nombre que le damos a nuestras equivocaciones".



  
  Hoy en Dichos y contradichos, entrada 394., el autor publica unos versos muy interesantes, "iluminados", según él, de un poeta brasileño recientemente fallecido, Lêdo Ivo, que dicen:


"Cambio y soy siempre el mismo,
igual que un disparo al azar."

  Yo realmente me pregunto cuánto de lo mismo que había en mí a los veinte o a los treinta queda. Todo cuanto cambia alrededor mío y en mí hace que lo interior, quien soy, también cambie, porque después de todo el cambio es lo único permanente. Aún entendiéndolo me resisto a dejar ir a aquella "plenitud candente" que sé ya no será mía nunca más, y la sigo buscando en los versos atemporales de un bello cisne porque siento que en ella está la yo que mejor conozco y más quiero.


"¡Oh viejo tiempo!, haz lo peor en tu maldad,
pero, joven, en mis versos, mi amor vivirá."

                                 William Shakespeare, Soneto 19.



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