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domingo, 1 de julio de 2012

Resistiendo la "cosificación"

"Square Me", Rebecca Harp, 2010.

"La investigación de las enfermedades ha avanzado tanto que cada vez es más difícil encontrar a alguien que esté completamente sano."
                                                                      Aldous Huxley

Por estos días no me he estado sintiendo bien: tengo lo que en principio aparenta ser una gastritis que se me está estudiando. Produce acidez, malestar estomacal y esofágico por reflujo, falta de apetito y disminución de peso. En otras épocas de mi vida, hubiese pagado por estar más delgada sin tener que privarme de comer lo que me gusta. Pero sentirse mal no es agradable, sobre todo porque hay que manejar la actitud con la que se enfrenta el sentirse enfermo. Y además porque, a pesar de que sus causas pueden ser varias, muchos asocian lo que me sucede con una de las características de mi personalidad: la ansiedad.

Lo primero que hice después de este último episodio de acidez fue recurrir a un médico clínico. Hacía ya un par de años que no me hacía un control y creí oportuno empezar por allí y ponerme en manos de un profesional que decidiera, si era necesario, derivarme a un especialista. Pero mi decepción fue grande cuando entré al consultorio y recibí una mano blanda y una mirada esquiva en vez de un firme apretón y atención. Lamentablemente, hace años que los médicos se han convertido en empleados administrativos cumpliendo con estrictos horarios y llenando interminables planillas o documentos en la pantallas de sus computadoras para ordenarle al paciente someterse a toda clase de estudios más o menos sofisticados y dar con un diagnóstico. Los ojos del médico aletean por sobre el paciente y sus manos casi ni lo tocan.

El paciente, por su parte, llega a la consulta médica esperando justamente lo que no encuentra: ante todo mirada, contención, un bálsamo empático, una mano en el hombro en forma de apoyo conversado: creo que estos siguen siendo los pilares de toda curación cuando la hay. Siempre que el cuerpo hace ruido, empieza también a hacer interferencia la cabeza, y lo más normal es perder la calma que vivenciamos como salud. Por eso los médicos nos llaman pacientes, aunque no todos tengamos esta virtud para lidiar con la enfermedad. Ahora resulta que ellos también han perdido el don de la paciencia. Será por eso que los divanes de los terapeutas están tan concurridos: necesitamos de alguien que nos dispense su tiempo para ser escuchados y escucharnos así a nosotros mismos.

El clínico no me miró a los ojos en los escasos diez minutos que duró la consulta, no me dejó explayarme más allá de dos oraciones corridas en la descripción de mis síntomas y no me interiorizó acerca del estudio que me harán en unos diez días, la fecha más próxima que encontré disponible, dejándome con un manojo de prescripciones y nervios: "Vuelva cuando tenga todos los resultados". Y mientras tanto, bánquesela, señora mía. Y lidie usted con su cabeza que empieza a dar vueltas. O páguele a un terapeuta. O llénele la paciencia que a usted le falta como paciente y a mí como médico a su familia.

A falta de contención médica, siempre están los familiares y amigos listos para emitir un diagnóstico, encima si entre ellos hay médicos, como es mi caso: "Eso es de los nervios". Hace años que he sido etiquetada como la nerviosa de la familia. Y por lo tanto, todo lo que siento o me sucede se debe a mi actitud tensa frente a los avatares de la vida. En definitiva, la lectura que se hace es que la culpa de mis males es toda mía. Más allá de que algunas enfermedades estén emparentadas con causas psicológicas, ¿se podrá generalizar así sobre los motivos por los que enfermamos? ¿Será acertado o pertinente establecer en todos los casos una relación tan categórica entre las enfermedades que contraemos y los rasgos de nuestra personalidad o las erosiones en nuestra biografía? Por asumir esto como cierto, un día hace años decidí hacer terapia.

Vivo de hecho en una sociedad altamente "terapeutizada", que tiende a ver cualquier rasgo negativo del carácter como expresión posible de enfermedad mental. Se tiende a rotular manifestaciones como la ansiedad como signo de psicopatología, aún cuando la persona tenga justificados motivos ocasionales para sentirse ansiosa. Cuando intenté hacer terapia para enfrentar y vencer mi ansiedad, que no es una constante en mi vida pero que emerge en momentos puntuales, me quedé con un cúmulo de ideas confusas sobre mí misma y con la amarga sensación de estar enferma. Por eso decidí abandonarla, porque creo que todo lo que hace a nuestra personalidad, inclusive lo que consideramos desagradable e indeseable en nosotros, no es necesariamente sinónimo de enfermedad. Decidí no seguir cavando sobre las raíces del árbol de mi historia para desenterrar las causas de lo que me sucede y se exacerba cuando hay motivo de preocupación. Además, existen nombres de trastornos y síndromes que encajan perfectamente con toda la gama de respuestas psicológicas a la realidad con las que reacciona cualquier persona cuerda, sana y normal frente a determinadas situaciones. Inclusive alguien que decide abandonar su terapia se encuadra dentro de lo se denomina como trastorno de incumplimiento del tratamiento prescripto. Un poco como explica Lou Marinoff en Más Platón y menos prozac, con bastante mala vena en contra de los terapeutas:

"La declaración o suposición de que algo existe sin que haya modo de probarlo es lo que los filósofos denominan "cosificación". Los psiquiatras y los psicólogos son expertos en la cosificación de síndromes y trastornos: primero se los inventan y luego buscan síntomas en las personas y sostienen que eso demuestra que la enfermedad existe."

Hasta hoy pienso que no puedo cambiar mi molde, mi biografía, las circunstancias que me toca enfrentar y mucho menos mi carga genética y los rasgos de mi personalidad. Los que me dicen que lo que me pasa es por nerviosa no son precisamente monjes zen. Lo máximo que puedo hacer es observar la forma en la que respondo ante la vida tal como se presenta, intentar entenderme y esforzarme por lograr que mis reacciones ante lo que siento no me desborden, como el ritmo de la vida tal como se impone, las dificultades que genera la situación general en la que me encuentro inmersa y los imponderables de siempre, como este contratiempo en mi salud. Y resistirme a la "cosificación", al menos hasta que se demuestre lo contrario.

Creo que la salud mental y la calidad de vida que tenemos deriva de una mezcla de los acontecimientos que podemos controlar y aquellos que escapan a nuestro control, la reflexión permanente y discernimiento que hacemos sobre ellos y el intento de procesarlos y atravesarlos con la mejor actitud posible desde la aceptación de quienes somos en esencia. 

Por eso, hoy elevo una Oración  por la Serenidad:

Señor, dame la serenidad de aceptar las cosas que no puedo cambiar;
Valor para cambiar las cosas que puedo; y sabiduría para conocer la diferencia.


A boca de jarro

miércoles, 28 de diciembre de 2011

La voluntad de la naturaleza



Ayer causó alarma el anuncio en la infrecuente voz del vocero presidencial de que nuestra presidenta padece de un cáncer de tiroides del que será operada el 4 de enero. Las noticias opacaron el espíritu festivo y frívolo de estos días en los medios, días en los que los informes políticos tienden a minimizarse, a pesar de la presente pugna entre sindicalistas y gobierno, para dejar lugar a las crónicas de los accidentes que producen los excesos navideños o las notas de color sobre historias pintadas de la magia de la Navidad y el fin de año.

Según La Nación de hoy, luego de una primera reacción de lógica consternación, Cristina Fernández de Kirchner declaró en tono de broma, respondiendo a un llamado del Presidente Chávez, quien le expresó su apoyo:

"Voy a pelear por la presidencia honoraria del congreso de los que vencieron al cáncer"

Anoche me senté un rato frente al televisor, como millones de argentinos, a escuchar la opinión de cuatro médicos convocados por un periodista político que analizaban el tema. Los médicos expusieron estadísticas y probabilidades con respecto a lo que denominan "la sobrevida" de la presidenta, pero no saben aún demasiado, más allá de lo que trascendió de los estudios que arrojaron el diagnóstico y lo que se conoce acerca de este tipo de carcinoma. Aseguraron que el cáncer no se ha extendido ni hay metástasis, pero acordaron en que se debería esperar a la intervención quirúrgica y a analizar las conclusiones de los médicos que la asistan.

Por un momento, tuve la sensación de que se nos hablaba como a chicos, tratando de restarle importancia al tema, de quitarnos el miedo que la palabra "cáncer" genera por estar ligada, como dijo uno del los especialistas en el tema, "a algo deformante, doloroso y terminal". Además, se ocuparon de asociar este caso puntual con la enfermedad de varios líderes de la región: Chávez, Lugo, Lula y Dilma Rosseauff, sobreviviente de cáncer de mama.

El médico más activo en transmitir calma a la población insistió en que, a pesar de la enfermedad, muchos presidentes habían logrado llevar su gestión adelante, y citó el caso de Mitterrand, quien gobernó 15 años con un cáncer de próstata.

Otro de los panelistas apuntó que era inevitable para la gente pensar que la enfermedad estaba ligada al poder. Dijo que el poder, de hecho, produce envejecimiento prematuro, citando como ejemplo a Obama, quien según él encaneció a partir de su asunción como presidente, pero expresó que, a pesar de lo que muchos piensan, estos hombres y mujeres no enferman por alguna razón que esté asociada al estrés que les genera su rol de líderes y mandatarios, según un estudio de una universidad norteamericana, y que su nivel de expectativa de vida era exactamente el mismo que el de cualquier ciudadano común. Yo humildemente creo que entramos en el terreno especulativo, pero tal vez descrea de tanto cientificismo cuando se trata de los límites y los hondos misterios de la vida.

Me quedo con la impresión de que la enfermedad en nuestros tiempos ya ha pasado a ser entendida en buena medida como responsabilidad de quien la padece. La idea subyacente e inmediata que se desata en nuestra mente al enterarnos de un padecimiento de este tipo es "Ah... por algo será. Algo habrá hecho mal para tenerlo."  Y creo que la enfermedad sigue siendo un misterio que nos excede, y que como todo lo que nos excede, intentamos explicarlo para combatirlo cuando, en realidad, siempre nos confrontamos con un límite a lo que se puede conocer o prevenir. Éste es un ejemplo paradigmático si se quiere.

Como tantas otras personas ayer consulté en Google sobre este tipo de carcinoma, y si bien se lo relaciona con una alta exposición a la radiación en la infancia, se trata de un tipo poco frecuente de mal que se da mayormente en mujeres, y se aclara que sus causas son aún en gran medida desconocidas, como tantas otras cosas en la medicina de hoy.

Y sin embargo, aunque la medicina admite que no sabe explicar totalmente el por qué de todo lo que nos sucede en la vida en términos de salud y enfermedad, mucha gente está convencida de que somos nosotros quienes de algún modo "hacemos mal los deberes" y por eso enfermamos, como si se tratara de una cuestión moral. Me resulta una forma muy pueril de entender una realidad de la vida de hoy y de siempre, que continúa superando nuestro entendimiento y, sobre todo, nuestra aceptación. Pensar que el enfermo no es víctima de la voluntad de la naturaleza sino su propio verdugo es una forma de pensamiento muy típico de nuestra posmodernidad culpógena. Nos dejamos seducir fácilmente por una imagen de salud ideal y óptima que, muy a nuestro pesar, está fuera de nuestro alcance.

Lo que Paracelso, el gran médico del siglo XV, dijo de la salud entonces me resulta válido aún hoy: 

"El médico sólo es el servidor de la naturaleza, no su amo. Por consiguiente, a la medicina incumbe seguir la voluntad de la naturaleza."


Es muy probable que curar sea en verdad acatar la voluntad de la naturaleza del individuo enfermo. Y esa voluntad es a menudo un misterio, aún para aquel que ha enfermado.


A boca de jarro

lunes, 26 de diciembre de 2011

La cuenta regresiva...



Ha pasado la Navidad con su conmemoración de un nacimiento. Ahora nos disponemos a hacer la cuenta regresiva del año que caduca: ahora nos damos cuenta de que los años tienen fecha de vencimiento.

El fin de año es un Memento mori. Esta es una frase latina que significa "Recuerda que morirás", y que se usa como tema recurrente en el arte y la literatura que trata de la fugacidad de la vida. Su origen se remonta a una peculiar costumbre de la Roma antigua.

Wikipedia explica: "Cuando un general desfilaba victorioso por las calles de Roma, tras él un siervo se encargaba de recordarle las limitaciones de la naturaleza humana, con el fin de impedir que incurriese en la soberbia y pretendiese, a la manera de un dios omnipotente, usar su poder ignorando las limitaciones impuestas por la ley y la costumbre. Lo hacía pronunciando esta frase, aunque según el testimonio de Tertuliano probablemente la frase empleada era:
"Respice post te! Hominem te esse memento!""¡Mira tras de ti! Recuerda que eres un hombre" (y no un dios)."

Aquí no hace falta ningún siervo que les recuerde a varios de nuestros gerontes su mortalidad. Ellos mismos, sentados alrededor de la mesa familiar, se encargan de recordarnos que esta tal vez sea la última vez que celebren unas fiestas con nosotros. Y así nos aguan la fiesta. Luego brindamos y nos deseamos los mejores augurios, pero ante todo, la salud. Cuando falta la salud, según muchos, no tenemos nada.

Hay a la vuelta de mi casa un muchacho cuya edad es difícil de calcular. Parece que el tiempo no pasara para él, tan estática es su existencia. Es difícil saber a ciencia cierta qué mal se ha llevado su vida de él, pero es claro que en él no está. No habla con nadie, no puede socializar, no se sonríe jamás, y sus días transcurren iguales unos a otros, sea víspera o fiesta de guardar. Se la pasa caminando el perímetro de la manzana de su casa, se queda parado observando la vida que transcurre a su alrededor sin vivirla. Y me pregunto qué sucede en su interior. Imagino que este muchacho debe gozar de mejor salud física que yo. Seguramente sus análisis clínicos tengan valores óptimos y sus órganos vitales no muestren ningún defecto ni patología. Pero es su alma la que enfermó.


Ante casos como este, siempre siento que deberíamos tener la humildad de desterrar del mundo la ilusión de que la enfermedad es evitable y que depende de nosotros el conservarla o perderla. Y no hablo de optar por la autodestrucción. Pero pensar que porque nos privemos de comer ciertos alimentos, o nos sometamos a rutinas férreas de ejercicios y a controles preventivos anuales no vamos a enfermar es una ilusión que nos hace sentir omnipotentes, es una jugada engañosa de nuestro ego que cree que todo lo puede controlar. Es miedo en el fondo, y no verdadero amor por la vida.

La meta final del cuerpo humano es la decadencia hasta convertirse en mineral. La enfermedad física y la muerte destruyen nuestras ilusiones de grandeza. La enfermedad es la inevitable contracara de la salud tanto como la muerte lo es de la vida. Y muchas veces, aunque no siempre, al enfermar el cuerpo, se hace curable nuestra alma. Nos hacemos plenamente concientes de nuestra finitud, de nuestra indefensión y fragilidad física, y tal vez emprendemos una búsqueda de sentido trascendente que nos conduce a una mayor valoración de nuestra verdadera naturaleza y del sentido de nuestro paso por el mundo, que desde ya, tiene fecha de vencimiento. Así de buena puede ser la enfermedad como maestra.

Por eso cuando nos deseamos salud al brindar, yo me pregunto a qué salud nos referimos: ¿a la salud del cuerpo o a la del alma? Porque si es nuestra alma la que ha enfermado para sólo seguir contando los días hasta el último en nuestro peregrinar por la vida, eso sí que es una verdadera calamidad. Esa enfermedad ya no tiene cura, y le quita sentido a todos nuestros esfuerzos por conservar nuestra salud física.


Tal vez a su modo este muchacho que deambula por los días de la vida que le ha tocado vivir no sufra. Tal vez sea yo quien sufre cada vez que lo veo y me pongo a pensar en el sentido de su existencia, la mía, la nuestra. Insisto en que no importa cuántos días se acumulen en este mundo, o cuáles sean las últimas fiestas en las que nos toque hacer un brindis y un Memento mori. Importa vivir con la intensidad que nos brinda la salud del alma, esa que cuando se pierde no se recupera con tratamientos clínicos ni medicación, esa por la cual no hacemos mucho por conservar. Por eso cuando alzo la copa y digo "¡Salud!", me deseo y les deseo a los míos ese tipo de salud.
  
Eso de durar y transcurrir
No nos da derecho a presumir
Porque no es lo mismo que vivir
Honrar la vida.
HONRAR LA VIDA (ELADIA BLÁZQUEZ) 


Sandra Mihanovich - Honrar la vida
                                        

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