lunes, 26 de agosto de 2013

Un poncho para la china




  May es la forma en que yo escribo y pronuncio el nombre de quien llamamos "la china" en mi barrio. Es una mujer que, junto a su esposo, Jo, y a un primo, de nombre desconocido, ya que sólo habla por gestos y es una especie de cámara de seguridad con patas largas, despacha y cobra en el supermercado al que todos vamos por nuestros víveres a diario. En realidad son coreanos, pero acá a todos los orientales los llamamos "chinos", como le pasaba a mi abuelo, almacenero asturiano, que era para todos "el gallego almacenero", a veces amado y otra veces despreciado por su condición de extranjero. Y hoy a los chinos les sucede más o menos igual, aunque yo los quiero como lo quería a mi abuelo, quien, como ellos, o tal vez con más confort y otra filosofía de vida proveniente de su idiosincrasia española, vivía más dignamente, a pesar de que estos coreanos tienen su dignidad, proveniente de su idiosincrasia coreana y oriental, pero no la comprendemos porque no es la occidental.

 Así es como los juzgamos mal tantas veces y nos relacionamos con ellos desde nuestra ignorancia de su identidad, creyendo que por ser occidentales somos diferentes y hasta superiores. La historia que les voy a contar me reveló a mí misma cuánto nos podemos llegar a equivocar los occidentales y cuánto tenemos que aprender a respetar lo diferente en lugar de juzgarlo o intentar cambiarlo.

 Resulta que este invierno se presentó crudo en mi ciudad, y yo saqué a relucir un poncho que tengo hace cosa de quince años ya, cuando se compraba lana de primera calidad en la tierra de las ovejas y del campo, y que hoy no se consigue o cuesta un ojo de la cara. Este poncho mío, que me calzo encima de todo para salir por el barrio, llamó la atención de May, que anda enfundada con una camperita color manteca hasta la cintura bajo unas mangas de algodón celestes para no mancharla con la máquina para cortar fiambre a la que le da todo el día, de nueve a nueve. Y ahí se pasa sentada la china todo la jornada de toda la semana, o en la caja, junto a la puerta del súper, con un chiflete que le penetra los huesos hastiados y enfermos y sin siquiera una estufa para amortiguarlo un poco.

 May se enfermó este verano y desde entonces anda enferma a cada rato, cubriéndose el cuello con un pañuelo y con los papos inflados. Si me preguntan de qué, no sé. Pero me di cuenta, como ella notó que yo también estaba enferma. Ella se puso unos kilos encima y yo los perdí. A ella le creció el pelo y a mí se me cayó en cantidad. Y fue la única mujer del barrio que lo notó y que me dio el consejo de que comiera un poco más porque estaba chupada, cosa que me comunicó hundiendo sus índices en su cara redonda como la luna que nos cobija y nos conecta en nuestra femineidad universal.

 Cuando me aparecí con mi poncho por el súper un día congelante allá por mediados de junio, a May se le pusieron los ojos redondos de admiración. Me preguntó a media lengua qué era eso que llevaba puesto, y yo, que le hablo fuerte como si fuese sorda, le contesté simplemente: 

-Es un poncho criollo, May. 

 Me dijo que le gustaba mucho, y por primera vez me tocó: estiró la mano sobre el mostrador, palpó la lana, deslizó su palma por mi brazo bien abrigado, lo elogió, y me tocó el alma y el corazón.

 No tuve mejor idea cuando cobré el aguinaldo que salir de cacería a comprar un poncho para la china. No encontré nada de lana al alcance de mi bolsillo, pero di con un negocio hindú que vendía ponchos de tela polar, muy bonitos y abrigados por un precio adecuado. Y lo compré nomás. Esa misma tarde me puse el poncho y llevé al súper el poncho para la china May. Nunca en la vida me hubiese imaginado una reacción tal ante un simple regalo de poco más de cien mangos. Primero se sonrojó, luego pegó toda la vuelta para salir de atrás del mostrador y se me colgó del hombro en un abrazo en el que lagrimeamos las dos. Cuando recuperamos la compostura occidental y oriental, en esa fusión tan humana que traspasa toda barrera cultural y geográfica, amagó a pagármelo. Yo, con el dedo índice levantado y con todo mi rostro fruncido, mi cuerpo enaltecido y mi voz occidental le dije que ni se le ocurriera, que eso era un regalo y nada más que hablar. Entonces estiró la mano de vuelta, eligió una botella de tinto bueno, manoteó unos alfajores que sabe que son los que le gustan a mis hijos, puso todo en una bolsa y me lo dio. Yo, por no ser descortés, lo acepté, pero le avisé que no me diera nada más gratis, que un regalo es otra cosa, y que si insistía en regalarme mercadería no pintaría más por el súper. Me entendió la china, y se quedó chocha con el poncho en la mano, porque le tuve que explicar hasta cómo ponérselo para que se lo sacara toda avergonzada al minuto y medio.

 Pasaron los días, cada vez hizo más frío, iba al súper de mañana, de tardecita y de noche, y el poncho brillaba por su ausencia. Un día la increpé a lo bestia:

- ¿Y el poncho, May? ¿Cuándo te lo vas a poner?

 Me clavó una mirada la china que me lo dijo todo, cuando de refilón apuntó sus ojos, que se me hicieron de nuevo redondos, para el lado de Jo, que siempre anda por el fondo, en la parte de carnicería. De golpe lo entendí todo. Esos rumores que se corrían por el barrio de que el chino la tiene de esclava y que le pega alguna que otra paliza en los fondos del negocio, donde vaya a saber cómo duermen, cómo comen, dónde se bañan, ya que no tienen ni una ventana para que les entre el sol, se me vinieron todos a la memoria, y me quise morir. ¡Flor de regalo le hice a la pobre china! Otra que poncho...

  Jamás le vi puesto el poncho y probablemente jamás se lo veré, o no sé: el tiempo lo dirá. Ni siquiera se lo veo puesto cuando me la cruzo de vuelta del Barrio Chino, donde va en colectivo por remedios, la pobre china, en vez de ir al hospital del barrio a buscar un médico. Pero aprendí que en esto de las diferencias culturales hay que ser muy cuidadoso y respetuoso, que no se puede ni se debe intentar cambiar al otro, hacerlo de nuestras costumbres, juzgarlo desde las propias: así no va. Sólo me consuela pensar que tal vez el poncho le sirva de frazada para las noches frías mientras yo duermo en mi cama calentita a pasos escasos de la suya, que tal vez ni cama es.

  Hay un límite que se debe respetar al intentar hacer el bien, ya que si se sobrepasa, se puede causar un mal mayor. En gran escala, y desde mi ínfimo entendimiento de la cuestión, el poncho para la china es como lo que occidente intenta hacer en el oriente por estos días, ya que no lo tolera por virulento y diferente, y hace un tremendo mal en nombre de un bien mayor. 

  No le pregunto más a la china por el poncho ni por el pañuelo que sigue tapando su cuello. Le regalo una mirada que sabe y comprende que somos similares más que diferentes, ya que ella carga con su fardo de maltrato oriental y yo, con el occidental. ¿Cuántas mujeres y hombres occidentales somos esclavizados y maltratados también? ¿Quién soy yo, mujer occidental, esclavizada también en muchos aspectos, maltratada de maneras más sutiles y tan alarmantes y dolorosas como una paliza, como trabajadora, como vecina, como ciudadana de mi país y del mundo y hasta como transeúnte por las calles de mi barrio, a fuerza de bocinazos, empujones e insultos varios, o como conductora cuando me atrevo a ir al volante, quién diablos soy yo para juzgar el maltrato que soporta May, porque no le queda otra que aguantarlo igual que a mí, igual que a tantos millones de almas de los dos lados del meridiano? Me quise hacer la salvadora y me salió mal. Cuando nuestra cultura se convierte en verdad absoluta, se transforma en incultura. Sólo con la mirada puedo salvar a May, con una mirada piadosa que se solidarice con su condición y su realidad. Sólo desde ahí puedo intentar cobijar a la china bajo mi poncho criollo: acompañándola silenciosamente y sabiendo que ella también sufre y que no puedo hacer más por ella que decírselo con mis grandes ojos redondos y una sonrisa universal en el rostro.

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