viernes, 1 de noviembre de 2013

Día de Todos los Santos




En días como hoy, hasta el más pintado los recuerda. Ellos están siempre presentes, todos los días de todos los años, pero si llueve como si el cielo llorara y si es Día de Todos los Santos, es inevitable no traerlos a la memoria que nos han dejado en su paso por la vida.

Nuestros muertos nos acompañan desde donde quiera que sea que creamos que están. Más allá de toda creencia, ellos nos habitan, somos prolongación de sus vidas, fruto vivo de ese árbol que nos ha sido dado y del que somos rama, flor y semilla, como ellos lo fueron antes que nosotros y otros lo serán cuando llegue el temido día de nuestra partida.

El misterio de la enfermedad y de la muerte, sea la de nuestros seres queridos o sea la propia, nos angustia y nos embarga a todos. El hombre posmoderno, quizás mucho más que otros, se cuestiona el por qué del sufrimiento y de la muerte sin encontrar respuesta. No existe filosofía alguna para explicar este humano misterio: sólo se puede esbozar una teoría especulativa que a nadie conforma. Es inútil en días como hoy, en los que se debaten dolores profundos del alma, angustiantes desamparos, penas y congojas existenciales áridas o yermas, enfrentarnos al sentir que la muerte despierta en nosotros intentando acallarlo con un manojo de frases hechas o un bastión de argumentos teóricos. Lo único que cabe en días como este, en mi modesto entender, la mejor respuesta ante la más acuciante de todas las preguntas humanas, es la ausencia absoluta de respuesta: el silencio ante el misterio, el dejar fluir la pena, el cederle paso al duelo. La actitud que tomo hoy es asumir mi propia pobreza de argumentos y respuestas, e intentar obrar a través del gesto, de la ternura y de la presencia silenciosa. Como dijo alguna vez un hombre que entregó su vida al servicio de los enfermos en un hospital de Buenos Aires, hoy más que nunca:

"No caigas en la tentación de los curas que cuando no saben qué decir hablan mucho."

Hoy es día de silencio en nuestro corazón. Tal vez encenderé una vela para recordar a mis muertos desde la luz con la que iluminan ellos mi paso por esta vida, sin entender por qué se fueron o por qué un día he de irme yo. Hoy es un día en el que siento que ellos están conmigo de maneras sutiles e inefables y así me aman, desde sus gestos invisibles más que desde sus actitudes y palabras en vida.

Si de algo sirven los días como hoy es para recordarnos que la muerte es parte de nuestra condición, que la finitud envuelve y cala hondo en nuestra existencia, que el día en que llegue a tocar la puerta, no podremos decir que no sabíamos nada de ella, porque ella anda siempre rondándonos, oscura y misteriosa, delimitando la frontera de nuestra frágil humanidad.

Causa un enorme dolor aceptar el hecho de que la muerte no llega cuando queremos, ni como queremos, que resulta muchas veces desprolija, ingrata y cruel. Lo único que se puede hacer ante esta enorme desdicha es aceptar sus inapelables reglas de juego e intentar encontrarle sentido a la partida que nos propone la vida, sin que la sombra del miedo y la rebeldía ante nuestro destino último nos conduzcan a un jaque mate: el de la impotencia y la ira por sabernos mortales. De todas formas, es mucho más fácil decir que poner en juego toda esta enorme sabiduría, por eso hoy es un día para meditar.

El mensaje que ofrece la vida todos los días, y tal vez hoy de manera explícita y especial, es que a pesar del misterio que no comprendemos, es mucho lo que se puede hacer desde acá, aún sin esperar ni creer en un "más allá", un "más allá" que no tiene por qué resultar una promesa paradisíaca ni una condena tortuosa al no ser. Podemos simplemente intentar aceptarlo como un merecido descanso tras una larga peregrinación, que, como tal, ha sido fructífera e intensa, más allá de cuánto hemos andando y de dónde y cómo nos hemos visto obligados a dejar de andar.

Acompaño hoy con el alma a todos aquellos que atraviesan el dolor de la muerte, y duelo también con todo mi ser, como lo hacen las plantas de mi jardín bajo la lluvia que no cesa, al árbol que al fin murió y me dejó sin su cobijo y el verdor de su compañía, que creía eternos, como suele pasarnos a todos con aquellos seres a quienes amamos de verdad.

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